En el extremo norte de nuestro país, donde el territorio peruano se encuentra con Colombia y Ecuador, se está gestando una de las crisis más serias de nuestra historia reciente. Allí, en medio de una de las mayores reservas de biodiversidad del planeta, quienes mandan no son las instituciones de la República, sino organizaciones criminales armadas que controlan el territorio, las economías y hasta la vida cotidiana de las comunidades.
No es exageración: en Loreto y Amazonas, grupos como los Comandos de la Frontera de Colombia o facciones vinculadas a cárteles ecuatorianos imponen sus reglas. Cobran “impuestos” a los comerciantes, regulan la circulación de embarcaciones y reclutan a jóvenes a falta de alternativas económicas. La minería ilegal de oro en las cuencas del Nanay y del Putumayo contamina con mercurio los ríos que terminan en las mesas de Iquitos. Mientras tanto, el Estado aparece y desaparece en operativos militares puntuales, sin lograr presencia sostenida ni ofrecer una alternativa real a las poblaciones indígenas o campesinas de estas zonas de la Amazonía.
Lo que sucede en el norte del país puede ser de momento una situación extrema, pero grafica hacia donde avanzamos en lugares como Madre de Dios, Pataz, o en partes de Ucayali. Alrededor del país se están imponiendo gobernanzas criminales, en las cuales priman los intereses de las economías ilícitas, incentivadas por los altos precios del oro y la continua demanda global de la coca. La expansión del control criminal es facilitada por el empobrecimiento de las poblaciones rurales, la creciente desigualdad, endémica corrupción y el débil marco institucional en el país.
Una amenaza múltiple
La criminalidad que enfrentamos es transnacional y los impactos sobre el bioma amazónico requieren una lectura y una acción coordinada multipaís. Para el Perú, los riesgos son múltiples y de largo alcance: En el nuevo informe En las sombras del Estado, queda en evidencia que la crisis de violencia y control armado de nuestras hermanas naciones de la triple frontera ya ha penetrado a nuestro territorio.
Están en juego la soberanía y el Estado de derecho: ¿de qué sirve que un mapa nos diga que esas zonas son peruanas si en la práctica la autoridad es ejercida por actores armados ilegales, y el Estado no llega a garantizar los derechos y servicios que requiere la población?
La crisis ambiental es otro frente ineludible. La deforestación, la contaminación por mercurio y la pérdida de biodiversidad socavan la vida en la selva. Mientras el mundo habla de la urgencia climática, el Perú, país megadiverso, permite que parte de su Amazonía se degrade a un ritmo alarmante. Cada árbol talado y cada río contaminado en el triángulo fronterizo debilitan el rol del Amazonas como regulador climático global.
Finalmente, es una crisis de derechos. Inclusive, Iquitos ya enfrenta una amenaza de salud pública a largo plazo, a causa del mercurio. Los menores indígenas son reclutados y explotados por actores criminales. Y en medio de todo esto, las comunidades indígenas —históricas poseedoras y protectoras del bosque— son despojadas, amenazadas y en demasiados casos, silenciadas con la violencia.
¿Qué podemos esperar?
Si seguimos en la inercia actual, el escenario más probable es la consolidación de un orden criminal paralelo. Señalamos en el informe que el Perú podría terminar siendo un refugio para actores armados y organizaciones criminales desplazadas de Colombia o Ecuador, por una ofensiva militar bajo siguientes gobiernos. Además, se mantienen iniciativas políticas que dificultan la lucha contra el crimen organizado. Las siguientes elecciones nacionales y locales pueden fortalecer la presencia de las economías ilícitas en los distintos niveles de gobierno. En consecuencia, los grupos armados ampliarán su control y las comunidades quedarán atrapadas en un sistema sin salida.
Otra posibilidad es la tentación de una respuesta exclusivamente represiva y militarizada, como se ha visto con el infame Plan Colombia. También estamos viendo esta receta en Ecuador: declarar “conflicto armado interno” puede sonar contundente, pero sin un plan integral de atención a las zonas más marginalizadas del país termina siendo gasolina para el fuego. La represión indiscriminada suele criminalizar a las poblaciones empobrecidas que no tienen otra alternativa, en vez de investigar y perseguir quienes financian y controlan estas economías. En consecuencia, se alimenta la desconfianza del Estado y se abre más espacio para el reclutamiento criminal de los jóvenes del mundo rural.
El escenario que debemos impulsar es el de una estrategia integral con enfoque territorial y a largo plazo. Esto significa presencia estatal real —con escuelas, postas médicas y jueces; una decidida lucha anticorrupción que limpie las instituciones locales; políticas de sustitución de cultivos viables; la generación de alternativas económicas sostenibles en el tiempo, orientando los fondos climáticos del norte hacia la lucha contra la criminalidad organizada y la protección efectiva de zonas críticas de la Amazonía que son destruidas por la demanda que sus países generan. Nada de esto será posible sin la protección efectiva de los defensores ambientales y el reconocimiento y fortalecimiento de las comunidades indígenas como actores centrales de la gobernanza amazónica.
Una decisión de país
El triángulo amazónico es hoy la frontera más crítica del Perú. No solo marca el límite con nuestros vecinos, sino que refleja los límites de nuestra voluntad política. Si dejamos que sean los grupos armados quienes gobiernen, habremos renunciado a una parte esencial de nuestro territorio y de nuestro futuro. Si, en cambio, asumimos el reto con seriedad, podremos transformar esta crisis en una oportunidad para saldar deudas históricas con la Amazonía y los pueblos que la habitan.
Por eso, el debate público no puede reducirse a operativos policiales o a estadísticas de incautaciones. Se trata de preguntarnos qué modelo de desarrollo queremos para la Amazonía, cómo garantizamos derechos y oportunidades a sus habitantes, y qué papel exigimos al Estado frente a un fenómeno transnacional que requiere coordinación con Colombia, Ecuador y también con la comunidad internacional.
El triángulo amazónico es mucho más que una periferia olvidada. Es el corazón de nuestra soberanía, de nuestra salud pública y de nuestro futuro ambiental. Lo que hoy ocurre allí no es un problema ajeno: es un espejo de lo que puede ocurrir en todo el país si permitimos que el crimen organizado siga ocupando los vacíos del Estado. El momento de actuar es ahora. El silencio y la indiferencia no son opción.
El tiempo para decidir se acorta y el silencio, esta vez, nos saldrá demasiado caro.
Columnistas: Vladimir Pinto y Raphael Hoetmer.